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¿De quién es la culpa cuando el amor acaba?

  • Foto del escritor: Giuseppe Badaracco
    Giuseppe Badaracco
  • 24 nov 2015
  • 3 Min. de lectura

Esa madrugada el timbre del BlackBerry comenzó a vibrar con insistencia. Igal, entre sueños, inútilmente intentaba alcanzar su teléfono para desligarlo y seguir durmiendo. Cuando por fin lo logra, percibe que no era el suyo el que había estado sonando. Al mirar la hora en el celular, descubre que eran las 4 a. m. y, algo asustado, comienza a despertar a Fher, que dormía plácidamente a su lado, sin inmutarse pese el barullo que hacía el equipo al vibrar. Lo sacude, primeramente con movimientos suaves, y como el muchacho no se daba por aludido, con movimientos cada vez más intensos.

—Fher, Fher... que son las cuatro de la mañana y está sonando tu teléfono, ¿lo atendés o lo apagás?

—Mhhh si, si ya voy, ¿qué pasa?

—Que es muy temprano aún y tu teléfono suena, quizá sea algo importante.

—A ver, a ver...

Y con un movimiento automático, que más bien parecía un reflejo condicionado, el muchacho encuentra hábilmente su teléfono sobre la mesa de luz, observa la pantalla y lo apaga.

—Es mi viejo, que no joda tan temprano, quién se cree...

Y volvió a acurrucarse sobre sus piernas. ¡Qué manera tan incómoda de dormir! Y en menos de un suspiro, ya estaba nuevamente roncando.

Igal entonces apoya su cabeza sobre la almohada y no le cuesta mucho volver a conciliar el sueño. Aún faltaban tres horas para comenzar las actividades matutinas y necesitaba seguir descansando, al menos por un rato.

Cuando a las 7 a. m. su celular comienza a sonar con la melodía elegida para despertarlo, Igal estira suavemente sus brazos y de un salto se pone de pie, acaso enceguecido por los primeros rayos de sol que comienzan a filtrarse por la persiana.

«"Tengo que hacer arreglar de una vez este sistema, todos los días lo mismo, el sol en la cara... No debe ser tan difícil solucionar esto, qué pena nadie quiera hacer esta tarea, imposible encontrar un cortinero en esta bendita ciudad", fue la primera rumiación mental del día».

Con movimientos muy suaves, intentando hacer el menor bochinche posible, comienza a levantar la persiana para que la claridad se apodere del cuarto y así Fher pueda ir despertándose paulatinamente. Luego corre el visillo para que la claridad no invada el cuarto tan de golpe. No sin antes saludar al sol y al nuevo día en voz alta con un acostumbrado:

—¡Buen día vida! ¿Con qué sorpresa me vas a recibir hoy?

Lunes. Día maniático y abrumador. Si algo quiere Igal es comenzar bien el lunes. No sabe bien por qué, pero una especie de culpa le habita desde niño. Si no arranca temprano el lunes parece que no le rinde la semana, se siente atontado, inútil, inservible. Con el cepillo de dientes en la boca, camina arrastrando sus pantuflas entre el baño y la cocina, deja la pava en la hornalla para que vaya calentando agua para el mate y cuando vuelve al baño para terminar su rápido cepillado y completar su aseo matutino, ve de reojos el teléfono fijo en el living, y recuerda la llamada nocturna al celular de Fher.

«"No te llaman a las cuatro de la mañana si no es por algo importante... ¿Habrá sucedido algo? ¿Algún accidente? Nadie despierta a un hijo para dar buenas noticias a esa hora, por lo general tu padre sólo te llama de madrugada cuando sucede algo grave. ¿Será que a la madre de Fher han vuelto a internar?", era su segunda rumiación diaria». Y no iba a demorar mucho en averiguarlo.

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